El otro día se me cayó una taza favorita -esas que parecen no tener mucho valor económico, pero que tienen un no sé qué emocional- y sentí una mezcla de frustración, tristeza y enfado… todo en 5 segundos.
Lo gracioso (o patético, según se mire), fue que, en ese momento, cogí el móvil y busqué en Google:
«Cómo dejar de sentirse mal en menos de un minuto.» Spoiler: no encontré nada útil.
Pero sí encontré una pregunta de fondo que me hizo reflexionar: ¿por qué nos cuesta tanto sostener el malestar?, ¿por qué queremos pasar la página emocional tan rápido? Y ahí nació este episodio: la prisa emocional.
Esa especie de ansiedad por sentirnos bien enseguida, por resolverlo todo ya, por dejar de llorar rápido, por «volver a ser nosotros mismos» a la velocidad de una story de Instagram. Vivimos en la era del «todo inmediato». Comida rápida. Citas rápidas. Envíos en 24 horas. Psicología en frases de 8 segundos. Y esto no está mal… salvo cuando empezamos a pensar que nuestras emociones también deberían funcionar así.
Queremos pasar del duelo al aprendizaje en dos semanas. Del enfado a la paz interior en un día. De la ruptura amorosa a la autoestima blindada con dos mantras. ¡Y claro! Cuando eso no pasa, nos frustramos aún más. Porque no solo estamos tristes… ahora también estamos mal por no dejar de estar tristes.
Nos exigimos estar bien… como si fuera una carrera. Como si hubiera un podio para quien supere antes su dolor. Como si llorar mucho fuera perder, y estar fuerte fuera ganar. Pero… ¿y si sentir lleva su tiempo? ¿Y si la tristeza no es un error, sino un mensaje que no se puede leer en diagonal? ¿Y si a veces estar mal es justo lo que necesitamos para recolocarnos, reajustarnos y hacer espacio para lo nuevo?
Hay una frase que suelo repetir en consulta: no hay emociones incorrectas, lo incorrecto es intentar silenciarlas demasiado pronto. Y ojo: esto no significa quedarnos a vivir en la tristeza. Significa no querer huir de ella como si fuera una ladrona de vida. Porque al final, querer «curarse» rápido puede ser otra forma de exigencia. Y la exigencia emocional… cansa. Mucho. Así que hoy te invito a algo contraintuitivo en esta era de velocidad:
A sentir lento. A darle permiso a tu cuerpo para estar donde está. A no compararte con quien ya «superó lo suyo». A no medir tus emociones con el reloj de otros. Porque cada uno tiene sus propios tiempos emocionales. Sus propios inviernos, sus propios deshielos.
Te dejo algunas pautas sencillas, por si hoy estás sintiendo algo incómodo:
1. Valida lo que sientes: no tienes que justificarlo, sentir es suficiente razón.
2. Nombra la emoción: a veces decir «me siento triste, confundido o rabiosa» ya es empezar a liberar presión.
3. Baja el ritmo: haz cosas lentas. Camina sin prisa. Apaga las notificaciones. No todo necesita respuesta inmediata.
4. Evita el autojuicio: estar mal no te hace débil, te hace humana, humano.
5. Habla: escríbelo, cántalo, muévelo. Lo que se expresa, se transforma. Y no, no necesitas hacerlo perfecto.
Y aquí va una idea divertida que puedes usar cuando notes esa prisa interna por estar bien: imagina que tus emociones son como una visita a casa. Algunas llegan con flores, otras con barro en los zapatos. Pero todas vienen a contarte algo. Si intentas echarlas demasiado rápido… lo más probable es que se queden escondidas debajo del sofá y sigan oliendo raro. Mejor salúdalas, escucha lo que tienen que decirte, y cuando estén listas… se irán solas.
Así que hoy, desde este espacio de voz, te digo: no te exijas sanar a toda velocidad. No te compares con quien parece ir «más adelantado» que tú. No pongas fecha de caducidad a lo que sientes. Tu proceso es tuyo. Y también es valioso cuando no se ve. Porque muchas veces, crecer no se nota… hasta que un día miras atrás y dices: «mira todo lo que he caminado sin darme cuenta.»
Y si hoy estás en medio del caos, de la duda o de la tristeza, recuerda: la calma no siempre viene cuando la llamas, pero llega… cuando dejas de correr tras ella.
Gracias por escuchar. Gracias por sentir. Y gracias por darte tiempo.